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sábado, 12 de julio de 2014

Seis sonrisas y una lágrima (III)

La última vez que la vi fue aquí, en este mismo lugar.
Ocurrió hace ya unos pocos años. ¿Lo puedes creer? Hace tanto que hablamos. Que nos miramos. Que nos sonreímos.
Y ya nunca volveré a hacerlo...

Ya había acabado la carrera y el curso que estaba haciendo. No fui de los mejores en clase, aunque tampoco me podríais comparar con los peores, los que pasaban de las clases porque sabían que al salir ya tendrían un trabajo fijo en la empresa de papá. Oh, esos pijos eran los más odiosos.

Volví a casa, a la casa donde nos habíamos mudado hacía ya años y años.
Y nada más llegar a la casa, tras los besos y abrazos, y los "enhorabuena" y "felicidades" mis padres me comentaron que al día siguiente saldríamos camino a la playa. Al primer lugar donde la vi.
Al lugar donde la perdí.

Al día siguiente llegamos allí sobre las ocho de la noche. Empezaba el verano y todavía no había anochecido.
Entré en la casa y dejé la maleta sobre mi cama. A mis padres no les dio tiempo de decir nada antes de que saliese corriendo hacia la playa.
A lo mejor ella estaba allí. A lo mejor estaba paseando. A lo mejor no se había movido. A lo mejor, y sólo a lo mejor, me seguía esperando tras tantos años.

La playa estaba casi vacía. A lo lejos, por la izquierda divisé a un grupo de pescadores que intentaban pillar cualquier pez para llevar a casa antes de que el astro rey desapareciese. Por la derecha un grupo de surfistas regresaban al paseo exhaustos por las pocas olas buenas que había habido. No era una playa para surfear, pero cada día se juntaba siempre el mismo grupo intentando pillar alguna ola.
Y, delante de mí, sentada en la arena me encontré con ella.

Los años no habían dado malos frutos y parecía una adolescente saliendo del cascarón. Me miró sorprendida. Tras tantos años esperándome no sabía que decir. Enmudeció. Y en seguida agachó la cabeza para que no la viese llorar.
Sentí impotencia. Me quedé inmóvil viendo como la chica lloraba sobre la arena.
“Te esperé ese día. Y el siguiente. Y así cada año, cada verano”. 
Murmuraba las palabras a la arena, pero ambos sabíamos que iban por mí.
“Y ahora que estás aquí no puedo alegrarme, sino hundirme más en mi propia miseria. Al principio te esperé para decirte lo que me pasaba en casa, lo que hacía el monstruo ese hacia mi madre  y hacia mí. Cada día que te esperaba una nueva raja aparecía en mi corazón, y por consiguiente, en mis muñecas. El monstruo obligó a mi madre a que me llevase a psicólogos, a especialistas. Fui a un internado en el que cada chica estaba igual o peor que yo. Éramos cientos esperando a poder salir para derrocar al monstruo que nos había encerrado en aquel cuchitril. En mi caso, al salir de allí a los 21 años volví a casa para rescatar a mi madre. Pero ya era tarde, se había suicidado meses atrás. ¿Y sabes qué? El monstruo seguía viviendo en su casa, con todas las cosas de mi madre y mías. Al salir de la que fue mi casa vine a la playa a buscarte de nuevo. Y tú seguías sin aparecer. Decaí en cosas que no te quiero ni contar y empecé a ver como mi alma pedía irse. Como mi madre me llamaba desde allí”.
La miré sin saber que decir y ella continuó.
“Ahora por fin puedo irme lejos, a un lugar donde nunca me harán daño y pueda ser feliz. Me arrebataron mi niñez y mi vida con ella. Gracias por todo. De corazón. Has sido la única persona que me ha arrebatado sonrisas cuando ya las daba por muertas”
Me miró a los ojos y me sonrió con esa sonrisa que había añorado tantos años. Se la devolví con cariño mientras se levantaba y saltó a abrazarme fuertemente. “Gracias, muchísimas gracias” me susurraba en mi oreja.
Y ahí, delante del mar más profundo me despedí de ella, que despareció sin dejar rastro mientras yo seguía inmóvil.


¿Que si la echo de menos? Por supuesto. Hay días en los que me despierto y me arrepiento de una cosa.
Esa tarde la debí haber besado, haberle dado a entender que seguiría allí y esta vez para siempre.
Un simple beso lo habría cambiado todo. Por un beso hay personas que atraviesan medio mundo mientras otras se quedan en casa. Un beso hace que un jardín despierte en tu interior y que las flores se abran como si llegase la primavera. Hace que no quieras volver a abrir los ojos y desees seguir en esa misma posición años y años.
Y yo, hay inútil de mí, desperdicié un beso que jamás podré dar.

Sé que no la volveré a ver, que es feliz donde está ahora, llámese Cielo, Aaru, Nirvana o como sea. 
Sinceramente, lo que más echo de menos es su sonrisa. Cada vez que me acuerdo de ella una lágrima cae por mi mejilla.
Fueron tres sonrisas suyas y tres mías. Seis en total para hacer que derrame una única lágrima, salada como el mar.
Seis sonrisas y una lágrima bastan para llenar libros y libros de un amor perdido y de un beso que no fue, de miradas que hacen que todo brille y de un corazón que sigue latiendo por una persona que ya se fue.